Rodolfo Arlan en su “Ética o corrupción: el dilema del nuevo milenio”, concluye diciendo que, la crisis de fin de siglo es una crisis política y económica, pero, por sobre todas las demás, es una crisis moral que se traduce en la pérdida de sentido de la política como instrumento de cambio social. Fernando Savater, dice que, “La ética es la convicción humana de que no todo vale por igual de que hay razones para preferir un tipo de actuación a otros.”

Según últimas encuestas de opinión en el Perú, importantes sectores de la población que están en situación de franco deterioro económico, cuando son consultados sobre qué es más importante hoy, dicen que es ocuparse de la corrupción, porque los problemas económicos, especialmente la pobreza, la falta de desarrollo y los bajos niveles de vida, están vinculadas a la solución previa del tema de la corrupción.

Igualmente consultados sobre la legitimidad de los poderes del Estado, cerca del 90%, indican que el parlamento no los representa, que el ejecutivo está lleno de delincuentes, tienen carencias de gestión y que los resultados económicos no son vinculados al trabajo del gobierno, sino que ella se encuentra en “piloto automático”, sola se conduce, y que el sistema judiciario es herencia del fujimorismo, defiende a los delincuentes, se encuentra politizada y ha perdido la confianza de la colectividad.

Los casos de corrupción relevantes en el caso peruano, se encuentran en las altas esferas del poder, lo que genera escepticismo sobre la dirigencia (política y económica) y también sobre las posibilidades de cambio social, las preferencias electorales indican una búsqueda de líderes que ofrezcan credibilidad, sobre todo en temas relacionados con valores morales y éticos, con la justicia y con reglas de juego claras. Esto se traduce en demandas de justicia independiente y eficiente, honestidad y transparencia en la gestión, mejoras en los contenidos y calidad de la educación, y un cumplimiento efectivo del mandato popular con rendiciones de cuentas claras.

Resulta imperativo comprender que el tema de la corrupción está vinculado con el déficit de valores morales, con el poder del dinero, con el crimen organizado, con el narcotráfico, con la debilidad de los mecanismos de control, con la falta de rendición de cuentas de los funcionarios, con el presupuesto del Estado, con el financiamiento de la política, sobre todo, está relacionado con la falta de compromiso ético ciudadano.

El ejercicio regular y sistemático de la transparencia no podrá consolidarse en un cambio cultural que, seguramente, no evolucionará lo suficientemente rápido y bien que se necesita si no se lo impulsa y motoriza a través de una serie de medidas que rompan con la inercia cultural y que permitan alterar (en el sentido deseado) las relaciones causales entre las variables organizacionales de interés. También será necesario transformar las actitudes de la ciudadanía para permitir ejercer un control responsable sobre la administración pública y orientar sus demandas y acciones de mayor eticidad hacia el Estado.

La corrupción en el Perú, tiene un denominador común, es el bajísimo nivel de compromiso ciudadano. La gran batalla que hay que ganar es contra la apatía de nuestros ciudadanos. A diferencia de otros países, el “peruano tipo”, limeño y costeño, en la que se centraliza, la población, la economía y los poderes, no se identifica con el Estado, es un individuo no un ciudadano. Percibe al Estado, como la teta, de la cual puede aprovecharse individualmente. Lo hemos visto en las marchas contra el gobierno golpista, que terminaban en Lima, estaba integrada por habitantes de mundo andino y provinciano, los limeños solamente asistían desde los balcones, otros, francamente la repudiaban.

Arlan argumenta, que el problema no pasa por los falsos dilemas: instituciones versus prensa independiente; ni gobierno versus sociedad; ni estado versus mercado; ni política versus ética. Esta supuesta contradicción que impide combatir efectivamente a la corrupción se resuelve con otros paradigmas: instituciones más prensa independiente; gobierno más sociedad; estado más mercado y política más ética. Sólo estas sumas positivas pueden terminar con el “juego de suma cero” (o juego de “todos pierden”) en el cual los peruanos estamos prisioneros.

Si bien es necesario aumentar los controles y contra-controles institucionales, no se puede soslayar la necesidad de incentivar mecanismos de participación de la comunidad. Porque no hay Congreso, ni Auditoría General, ni Fiscalías, ni Defensor del Pueblo que sean suficientes para esta tarea, si al mismo tiempo no están acompañados por una sociedad civil que sea capaz de participar y comprometerse moralmente. En la actualidad, para controlar la corrupción (o bien reducirla a su menor expresión) es necesaria la concurrencia simultánea de las empresas, el Estado y la Sociedad Civil.

Lo peor de todo, es que los poderes del Estado, llamados a combatir la corrupción han sido capturados por organizaciones delincuenciales. Ocurre en el Perú y mundo afuera, no es un fenómeno aislado, las consecuencias son la pobreza, los bajos ingresos y la falta de justicia para la mayoría de la población. Los grandes beneficiarios son las elites tradicionales. Son comunes a nuestros gobiernos que practican el libre mercado, la competitividad, el individualismo y el afán de lucro desmedido. La solución, al problema que se arrastra desde que somos república, es una revolución radical, liderado por lo mejor de la sociedad, que cambie el sistema imperante desde sus bases, para crear un mundo mejor.